Como he adquirido la costumbre de andar al ritmo de mi respiración, me asombro al descubrir que lo hombres que me rodean, van, vienen, se cruzan, sobre la ancha acera llevando un ritmo ajeno a sus voluntades orgánicas. Si andan a tal paso y no a otro, es porque su andar corresponde a la idea fija de llegar a la esquina a tiempo para ver encenderse la luz verde que les permite cruzar la avenida. A veces, la multitud que surge a borbollones de las bocas del tranvia subterréneo, cada tantos minutos, con la constancia de la pulsación, parece romper el ritmo general de la calle con una prisa aún mayor que la reinante; pero pronto se restablece el tiempo normal de agitación entre semáforo y semáforo. Como no logro ajustarme ya a las leyes de ese moviemiento colectivo, opto por progresar muy lentamente, pegado a las vitrinas, ya que a lo largo de los comercios, existe algo así como una zona de indulgencia para los ancianos, los inválidos y los que no tienen prisa. Descubro entonces, en los angostos espacios resguardados que suelen hallarse entre dos escaparates, o dos casas mal soldadas, unos seres que descansan, como aturdidos, como algo de momias en avanzado estado de gravidez, con semblante de cera; en una garita de ladrillo rojo, un negro envuelve en un gabán raído prieba una ocarina recién comprada; en un socavón; un perro tiembla de frío entre los zapatos de un borracho que se ha dormido de pie.
(Los Pasos Perdidos, Alejo Carpentier)