He titulado este post con el nombre Hometown, que equivaldría a ciudad natal en inglés (bien empiezas, dirán algunos). El caso es que una palabra me parece mejor que dos y utilizar sólo la palabra hogar me parecía reducirlo a un ámbito muy íntimo. Voy a hablar de Tudela.
Tudela es una ciudad de unos 35.000 habitantes, por donde han pasado visigodos, moros, judíos, cristianos, comunistas, franquistas, abertzales, ninis, hasta el casting completo de Juego de Tronos… pero eso poco importa en este caso. Voy a hablar de mi ciudad natal, la de mi infancia, la que a partir de los 12 años pasó a ser un recuerdo de más a menos vívido.
Mi infancia es el adoquinado de color blanco y granate de pequeños velódromos a lo largo de mi calle que recorría sin poder salirme del recorrido, una verja de colegio pintada de blanco a borbotones que había que saltar, el olor a ciprés, los bares de cigarrillo y aceituna, las campanas al compás de la hora a través del patio de Castel Ruiz, la tierra de la azucarera que recorría en mis primeras pedaladas en bicicleta, el gresite azul cloro de la piscina en las mañanas de verano y las hojas amarillas de chopo sobre el césped de mi huerto el día de mi cumpleaños. Esa es mi hometown, los que ya estaban allí o los que vinieron después probablemente la perciben de otra manera, el adoquín gris granito, el hormigón prefabricado de las nuevas escuelas hechas con calzador o el ladrillo caravista anaranjado, telón de fondo de barrios emergentes. A mí ese ladrillo me había parecido bonito, doméstico, hasta que un amigo de fuera me visitó un día y me dijo que “qué fea era Tudela por esos ladrillos”. Desde entonces comencé a cuestionarlos.
Hoy, visito la ciudad casi como un amigo de fuera, recorro algunos lugares con los ojos del que la visita por primera vez, pues los lugares donde nacieron los recuerdos, o han cambiado, o ya no son lo que eran, así que prefiero visitarlos en mi memoria muy de vez en cuando. Descubro nuevos rincones, contradicciones, veo la mano del albañil, del arquitecto esmerado, del que no se esmera, solares olvidados que alguien se encargara de utilizar, de manchar, el vandalismo vegetal que conquista cualquier resquicio de la ciudad, el paso del tiempo.
Algunas veces no me reconozco en ella, otras veces no la reconozco. Me sorprendo al darme cuenta que en un mes de visita pase siempre por la misma calle tratando de encontrarme con no sé quién, mientras que las calles que solía recorrer a diario años atrás pasan desapercibidas. Si las recorro, lo hago deprisa, como si ya no tuviéramos nada de qué hablar, pero no es así. Me acabo de dar cuenta en el párrafo anterior.
Cuando era pequeño, era capaz de agacharme y tocar ese pavimento, de sentir su textura, o impregnar mis manos con el verdor del ciprés, la ciudad era lo más grande, y de ahí hacia lo más pequeño cabía explorarlo todo. Recuerdo perfectamente el olor de la lluvia al tocar ese suelo, los puntitos de agua dibujados o incluso las burbujas que se deslizaban por aquellos velódromos granates en días muy lluviosos. También la fantasía de la lluvia, cuando me duchaba y fijaba la mirada en los azulejos del baño de mi primera casa, unos azulejos blancos con rayas verdes que formaban círculos de vacío para la imaginación, yo imaginaba que llovía mucho y estaba allí, esperando. Eran unos azulejos bastante feos, pero ahora me encantaría recuperar uno de ellos para colocarlo en mi estantería y de vez en cuando echar un vistazo a ese círculo.
Las ciudades están formadas por diversas capas que se superponen unas a otras y viceversa. Estas capas materiales, históricas, sociales… son creadas por unos, tomadas por otros, olvidadas, recuperadas y mezcladas, retocadas, destruidas. Cada uno, no obstante, se maneja en un ámbito conformado por las capas que le son contemporáneas, y cuando estas son olvidadas, destruidas, ampliadas… se convierten en el recuerdo del que hablaba anteriormente.
He tomado unas cuantas fotos estos días, fotos que nada tienen que ver con estas palabras, o quizás sí, pues la cámara es la que me ha hecho darme cuenta de que, desde los doce años, he estado viendo todo a través de unas lentes de nitidez reducida. En mi caso, al mudarme de mi piso “natal” a una casa nueva de ladrillo caravista, puede que mudara de niñez, o la deshabitara. En estas fotos he tomado algunos momentos que, de no haber llevado la cámara en mano, tal vez, hubieran pasado de largo ante mis ojos.