Si bien Murakami ha sido capaz de trasladarnos a las montañas de Hokkaido en La Caza del Carnero Salvaje, a un sanatorio aislado del mundo en Tokyo Blues o a un país de las maravillas pasando por una biblioteca enigmática en El Fin del Mundo y un Despiadado País de las Maravillas, entre otros muchos lugares reales y fantásticos (o no), no es sino en las laberínticas calles de los suburbios de Tokio donde tienen origen todas sus historias.
Estos lugares mágicos, son el producto de casi un siglo de un desarrollo urbano muy particular en el que se superponen múltiples capas (historias, personajes, jardines abandonados con pozos...). Y entre esas capas, personajes como una adolescente que cojea de la pierna izquierda y que susurra al oído de Tooru Okada cosas sobre la muerte mientras acaricia su muñeca, aparecen con naturalidad (o desaparecen, como el gato Noburu Watanabe).
Al final de este post he extraído un fragmento del relato El Pájaro que da Cuerda y las Mujeres del Martes en el que el escritor describe algunos de estos espacios tan de Murakami y sin los que, tal vez, sus palabras no hubieran brotado de la manera que lo hacen, por ejemplo, en la novela Crónica del Pájaro que da Cuerda al Mundo desarrollo del relato anterior y que surge en uno de esos vacíos que la capital nipona ofrece en sus suburbios.
La descripción hace referencia a un fenómeno que algunos teóricos del urbanismo denominan subdivurbanización. Este fenómeno nace de dos hechos principalmente: el gran incremento que sufrieron los impuestos de herencia y el precio del suelo en Tokio a lo largo del s.XX dentro de un marco de propietario único de los solares; y la corta vida de las construcciones residenciales japonesas, que es de 26 años aproximadamente.
El primero de los hechos, que hace referencia al aumento de impuestos y precio del suelo, a ido de la mano de unos bajos índices de natalidad en Japón (hijos únicos, parejas sin hijos, como los personajes de Murakami). Esta combinación ha provocado que muchas de las primeras parcelas de los suburbios de comienzos del s.XX (240m2 aprox) se hayan subdividido en 2 o hasta 3 solares. Estas divisiones y la normativa urbanística de Tokio que obliga a la separación de las viviendas, a generado: callejones sin salida, pequeños resquicios donde crecen malas hierbas, superposición de sombras, jardines vacíos sin dueño aparente....
Como se puede observar en este gráfico, el mayor aumento del precio del suelo y tasas se produjo entre 1985 y 1990. El Pájaro que da Cuerda y las Mujeres del Martes fue escrito en 1985. La especulación inmobiliaria en Tokio a dado lugar a una forma de urbanismo muy particular. La ciudad funciona como una organismo formado por pequeñas células que crean un paisaje homogéneo dentro de su heterogeneidad. Sus componentes pueden ser reemplazados por otro nuevo si alterar el resultado final, como si de un Rizoma se tratase.
El segundo hecho, relativo a la corta vida de las residencias, explica cómo conviven, dentro de un mismo barrio, edificios de primera generación (1920) con edificios de tres generaciones posteriores hasta día de hoy. Las primeras casas, con un gran jardín al frente y un estilo más tradicional, iniciaron un proceso de introversión de las familias dentro del hogar. Con el desarrollo de las siguientes generaciones, las casas han evolucionado hacia un estilo más mixto (oriente/occidente) y se han encerrado más en sí mismas.
La densidad ha aumentado y las ventanas se han reducido, al igual que la vegetación que ahora crece en los pequeños resquicios que el desarrollo urbano ha dejado.
Tokio es un paradójico caso en el que el capitalismo exacerbado a dado lugar a una extraña democratización del reducido espacio en la ciudad o, incluso se podría decir, a una especie de anarquía orgánica. Dentro de este "organismo", las historias de Murakami encuentran su hábitat perfecto para nacer y desarrollarse hasta unos límites que sólo pueden encontrarse en las más profundas entrañas del mismo.
En el fragmento que viene a continuación, podemos observar cómo el personaje se adentra poco a poco en esas pequeñas calles y cómo, sin que aparentemente suceda nada, el organismo le atrapa, trasladándole desde su vida normal hasta el mundo mágico de Murakami a través del tunel espacio-temporal que conforman todas esas pequeñas casas que parecen deshabitadas y sus intersticios.
El Pájaro que da Cuerda y las Mujeres del Martes
"Poco antes de las dos en punto, salto la valla de hormigón color ceniza del jardín que da al callejón. No es la clase de callejón que uno esperaría en un lugar así. Si lo llamamos así es porque no encontramos un nombre más adecuado. En sentido estricto, no lo es. Un callejón tiene entrada y salida, conecta un lugar con otro, pero este no. Si lo sigo, solo encuentro al final otro muro de entrada. Si los vecinos lo llamamos callejón, es por pura conveniencia.
Serpentea entre los patios traseros a lo largo de unos doscientos metros. Con apenas un metro de ancho, la mayor parte de su extensión está cubierta de trastos viejos, algún seto ocasional y en muchos tramos se puede pasar a duras penas.
Un tío mío que tuvo la gentileza de alquilarnos la casa a un módico precio me contó que en un principio tenía entrada y salida y se usaba como atajo para pasar de una calle a otra. Sin embargo, durante los años del boom económico construyeron edificios en cualquier rincón disponible hasta transformar espacios comunes en lugares angostos. Para impedir el paso a indeseables, los vecinos terminaron por bloquear la entrada. Al principio un matorral inocente, luego uno de los propietarios aprovechó para ampliar su patio trasero hasta que el muro de su casa terminó por cerrar el paso. El extremo opuesto se cerró con una verja metálica. La excusa, impedir el paso a los perros. Los vecinos nunca lo habían usado para nada, de manera que nadie protestó. después de todo, cerrarlo era una buena medida para evitar robos. Con los años terminó abandonado, como un canal entre casas con el suelo tapizado de malas hierbas y gruesas telarañas colgando por todas partes.
¿Por qué frecuenta mi mujer semejante lugar? Es algo que se escapaba a mi comprensión. Hasta ahora, solo he puesto el pie ahí en una ocasión. Y encima ella no soporta las arañas.
Al pensarlo noto como si la cabeza se me llenara de una especie de sustancia gaseosa. Anoche no dormí bien y encima hace demasiado calor para estar a principios de mayo. Eso sin contar con esa desconcertante llamada de teléfono. En fin. Debía salir a buscar al gato de todos modos. Ya pensaré en todo eso más tarde. Es mejor estar fuera que encerrado en casa a la espera de que vuelva a sonar el teléfono. Al menos así tengo un objetivo.
El sol primaveral se cuela a través del tejado natural que forman las ramas de los árboles y esparce sombras por el suelo. Con el viento en calma, las sombras se quedan pegadas como manchas imborrables. Manchas que quedarán impresas mientras el mundo siga girando durante miles y miles de años.
Las sombras se pegan e mi camiseta gris al pasar bajo las ramas, para volver enseguida al suelo. Todo está en silencio. Casi se puede escuchar la respiración de las briznas de hierba a la luz del sol. Unas cuantas nubes flotan en el cielo. Se ven nítidas y bien formadas, igual que el fondo de un grabado medieval. Todo resplandece con tal intensidad que siento como si mi existencia fuera algo inmenso, incoherente. Eso sin contar con el terrible calor.
(...)
Camino despacio mirando a ambos lados. Me paro de vez en cuando para llamar al gato con un susurro. Las casas aprisionadas en el callejón son de estilos muy diferentes, como líquidos de densidades distintas metidos en un mismo recipiente. Las más antiguas tienen patios traseros relativamente grandes. Las más recientes no tienen nada que se pueda considerar un verdadero patio o un jardín. Algunas ni siquiera eso. Apenas un hueco libre donde colgar la colada. En algunos puntos el tejado no llega a cubrir del todo la ropa tendida y me obliga a pasar debajo de toallas y camisas que aún chorrean. Es tan estrecho que se escucha el sonido de los televisores encendidos, el de las cisternas al vaciarse. También huele al curry que alguien prepara en la cocina.
Las casas antiguas, por el contrario, apenas dan señales de vida. Con filas de cipreses y otros arbustos convenientemente plantados para evitar miradas curiosas, algunos huecos, sin embargo, permiten otear jardines bien cuidados. Los estilos arquitectónicos varían desde las casas tradicionales japonesas con largos corredores exteriores a casas de influencia occidental que se imitan las tejas, a, incluso, algunas edificaciones reformadas no hace mucho y transformadas en casas de diseño. Un rasgo común de todas ellas es la ausencia visible de personas. Ni un ruido, ni una insinuación de vida.
Es la primera vez que me entretengo en contemplar los detalles del callejón. Todo me resulta nuevo. Apoyado en un rincón de un patio, hay un árbol de Navidad marchito. En otro, juguetes tirados de cualquier manera, como si hubieran amontonado recuerdos de infancia de mucha gente, un triciclo, anillas, espadas de plástico, pelotas de goma, una tortuga de juguete, camiones de madera... En otro ha una canasta de baloncesto, unas elegantes sillas de jardín alrededor de una mesa de ratán en el de al lado. Nadie ha debido de sentarse en meses por el aspecto que tienen. Están sucias y la mesa está cubierta con un mantel de pétalos de magnolia caídos tras la última lluvia.
Las puertas correderas de cristal de otra dejan ver el interior. Hay un sofá de cuero a juego con los muebles del salón, una televisión grande, un estante con una pecera de peces tropicales, dos trofeos y una lámpara de pie. Todo parece falso e irreal, como en el decorado de una comedia televisiva.
En otro jardín hay una enorme caseta de perro vacía, cerrada con una puerta de reja. Solo se ve un enorme agujero vacío. La puerta está deformada, como si hubieran apoyado algo muy pesado contra ella durante meses.
La casa vacía de la que habla mi mujer se encuentra a unos pocos metros pasada la de la caseta del perro. En efecto, está vacía. Me doy cuenta enseguida. Un simple vistazo basta para percatarse de que no se trata de una breve ausencia. Se la ve muy nueva, pero las contraventanas están cerradas a cal y canto para protegerla de las inclemencias del tiempo y en las ventanas del segundo piso las rejas están oxidadas, a punto de caerse. El diminuto jardín tiene una escultura de piedra que representa un pájaro con las alas extendidas. Se halla sobre un pedestal a la altura del pecho rodeado por un matojo de malas hierbas. Una de las más altas alcanzaría las patas de un animal. Al pájaro de piedra (me pregunto de qué especie será) parece molestarle la invasión vegetal, como si extendiera las alas para emprender el vuelo.
Aparte de eso, el jardín apenas tiene otro elemento decorativo. Bajo el alero del tejado, hay dos sillas de plástico desvencijadas colocadas junto a una azalea en flor. Lo demás son solo malas hierbas.
Me apoyo en la valla que me llega a la altura del pecho y echo un vistazo rápido al jardín. Es el típico sitio que les encanta a los gatos, pero no veo ninguno. En la antena parabólica de tejado se ha posado una paloma con esos tonos monocordes característicos que arrastran a todas partes. La sombra del pájaro de piedra se proyecta sobre el matojo de malas hierbas y las jokas den formas caprichosas.
Saco un cigarrillo, lo enciendo y me lo fumo sin moverme del sitio. La paloma tampoco se mueve de la antena sin dejar de zurear en ningún momento.
Acabo el cigarrillo, lo apago en la suela del zapato y sigo sin moverme durante un buen rato. Cuánto, no lo sé. Me siento adormilado. Contemplo en silencio la sombra del pájaro. Incluso me cuesta pensar.
Poco a poco tomo conciencia de algo (¿una voz?) que se filtra entre la sombra del pájaro. ¿De quién es? Parece que alguien me llama."
*Las fuentes principales de información de esta entrada ha sido: el libro Tokyo Metabolizing (Kitayama K., Tsukamoto Y. y Nishizawa R.); el relato El Pájaro que da Cuerda y las Mujeres del Martes (Murakami H.); diversos artículos en revistas de arquitectura y urbanismo; y la propia experiencia personal en Tokyo.